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sábado, 2 de noviembre de 2013

El Ángel del Cementerio Inglés

   
      

       Hay algo increíblemente arrebatado en el perfume de las flores y la tierra, murmuró para sí al respirar la mezcla de aromas. Caminaba despacio por un pequeño sendero turbado por el colorido de las plantas y arbustos. Era verano. Una nube de minúsculas partículas agitadas por el aire, imposibles de ver, alcanzaban su piel, penetrando los poros, mezclándose clandestinamente con su olor. Reconoció inmediatamente las pequeñas flores azules del Jazmín del Cielo. Años atrás, las niñas del pueblo jugaban con ellas desde el comienzo de la primavera hasta finales de otoño. Sus flores, al igual que en las biznagas, se podían ensartar o enlazar con facilidad para hacer pulseras y guirnaldas. A la casa nunca las pudo llevar y menos aún colocarlas en su habitación, la gente del campo por mera superstición las llamaba Flores de los Muertos. Con el tiempo, comprendió ese toque lúgubre de la sabiduría popular, pues desde siempre se han criado muy bien al resguardo de las viejas tapias típicas de los cementerios del sur. Al dar la curva por la pequeña pendiente, descubrió dos enormes jarrones de metal que desde la copa dejaban caer espigas secas por el paso del verano. Observó detenidamente las asas, tenían forma de león viejo, herrumbroso. De estudiante había frecuentado el Cementerio Inglés con sus amigas. Ellas no iban a correr entre las zarzas a oscuras buscando la tensión palpitante del miedo infantil como hacían los niños del pueblo en las noches de verano. No. Lo que buscaban era la quietud de aquel jardín abandonado y dejar poemas sobre la lápida gris pálida de Jorge Guillén. Un papel con tímidos versos manuscritos, tinta violeta, papel estucado, y sobre el pliego, una piedrecita para que no se los llevase el viento. Era como si la escritura buscara su voz en el aire, un sonido contra la piedra para volver a su origen. Cinco años de carrera en la facultad de Filosofía y Letras no habían sido suficientes para descubrir la recursividad del lenguaje, las palabras violentas o la magia de la intuición como un camino sin algoritmos.

     Antes de llegar a la tumba del poeta se detuvo frente a la imagen del ángel. Si algo la retenía allí era precisamente una frase que le rondaba en la cabeza como un jeroglífico. Hay frases de escritores que conforman toda una vida, se dijo, y entonces aunque dudó un instante por la situación tan ridícula, la repitió en voz alta ante aquella figura alada con el ferviente deseo de convertirla en una plegaria: “El presentimiento es un estado más apasionado que la verdad”. Fue entonces cuando sintió un pellizco en el estómago. Aunque percibía en torno al ángel un aura de soledad confortable, al pronunciar aquellas palabras, tuvo la sensación de que la estatua de mármol blanco comenzaba a palpitar y, que por un instante, pareció mirarla fijamente; tal vez fuera el juego óptico de las ondas del calor de mediodía lo que agudizaba su imaginación. Se acercó un poco más y acarició la piedra fría para cerciorarse de que la eternidad la había dejado inmóvil. Era un ángel a tamaño natural, un rostro delicado, en la frente una estrella, una mano señalando el cielo y otra la tierra, dos enormes alas recogidas. Incomprensiblemente, como si se tratase de un desafío frente a la realidad imperturbable, llevada aún por un presentimiento, retomó fuerzas y volvió a alzar la voz frente a aquella figura:

     - Dime ¿por qué me llamas?
     Entonces como en una extraña broma del destino, se produjo una contestación:
     - Porque me gusta verte oscilar entre sombras. ¿Pero y tú?, ¿por qué vienes a verme?
   Y ella, sin tan siquiera cuestionarse lo insólito del acontecimiento, contestó con la esperanza de poder  reconocerse en los sonidos al aire:
     - No lo sé, tal vez es el hechizo de la eterna contradicción que señalan tus manos lo que me atrae.
    
    Después, las chicharras del falso pimentero y los cipreses de alrededor rompieron el silencio entre aquellas dos figuras, una espléndida mañana, en el Cementerio Inglés.

       Seguí sentado en el viejo banco de hierro rojo, sin moverme; invisible desde hacía más de setenta años, podía observarla sin dificultad. No hubo sobresaltos en el corazón de aquella mujer, lo delataba su rostro rejuvenecido por una extraña luminosidad. Ni un atisbo de inquietud ante la respuesta íntima pero cautelosa de aquel ángel. La frase convertida en plegaria se había cumplido, pensé divertido mientras veía como ella depositaba a los pies de la imagen un papel plegado y se alejaba por el sendero canturreando. Ella nunca sabrá de aquel hombre pegado al pedestal de mármol, aquel hombre solitario que en ese instante quedó como petrificado, cautivado por aquella pregunta y a la vez sorprendido de su propia contestación, un hombre que experimentando aún la emoción de entrar en el juego de una historia por pura casualidad, de pronto había oído su propia voz voz templada y tímida en el aire, fuera de sus cavilaciones, una sutil contestación desgajada a bocajarro del contínuum de sus pensamientos incesantes.



viernes, 18 de octubre de 2013

Pastel de chocolate à la DeLillo.




      Lo más importante es el pastel y la mano que mueve la cuchara. Se puede empezar por un Brownie, tiene ese toque anglosajón pero no es una exquisitez, aparentemente.

     Pídelo en una cafetería algo chic, no importa el nombre; de las siempre cercanas a un museo donde la sobriedad construye volúmenes con el mobiliario y el contraste lo conforman camareros de uniforme. Cuando te lo pongan sobre la mesa, no lo mires, lo intuirás porque acudirán a ti múltiples recuerdos fosforescentes, todos muy lejanos e intercambiables  aunque imperecederos, la memoria es así: el olor de la costra crujiente producida por el torrado tan peculiar del horno doméstico y el aroma a harina tostada inundando cualquier rincón de la cocina, como en aquellos turbios domingos infantiles al caer la tarde en casa; o  aquellos ojos fugaces y avispados ante la provocación de dar un pellizquito a la masa aún caliente para probar la consistencia, un  gesto veloz y certero a escondidas, como un ritual  para evitar manotazos; o el sol reverberando en los muros del patio de recreo, rebotando como el ruido de los juegos mientras el chocolate del desayuno iba deshaciéndose en la punta de los dedos, mezclándose  con lo que  aún te quedaba de tiza en las uñas de la última clase, los restos de una batalla  ante la pizarra con las manos sin lavar. O el helado de vainilla acompañado del jolgorio de las tardes de pilla-pilla en la calle, la lengua refrescante y provocadora cuando los niños del barrio ya no eran, de pronto, los de antes y nos miraban como si nos acabaran de descubrir por primera vez. Cosas así. Es muy importante establecer esta reacción en cadena. Si no, no sabe igual.

       Ahora abre los ojos y obsérvalo detenidamente. Es cuando lo tienes que ver muy claro: sólo es un plato de porcelana barata, un oscuro trozo de pastel creado por el torpe descuido de un cocinero y un poco de helado de vainilla. Tú a punto de cumplir los cuarenta y el bizcocho un día o dos. Ahí estamos, los tres. El camarero también se ha dado cuenta. Ha venido a cambiarme la taza de café porque ante mi fijeza ha descubierto un desconchón en el reborde de la taza. Me ha dicho que es un profesional, está en todo. Eso cree él. Pero tú como ausente, preparada para saborearlo a conciencia, parte con la cucharilla una pequeña porción de bizcocho con un golpe seco y limpio y pronuncia su nombre lentamente y en voz baja, repítelo silabeando una y otra vez hasta que se conforme en tu boca. Piénsalo, así, calibrando su consistencia; sabes que de un momento a otro va a suceder pero puede que en realidad no suceda. Acerca la cuchara despacio, sólo para que te invada el deseo. En ella hay restos de unos labios anteriores a los tuyos, ya tan próximos a tocarse. Mejor abandonar el Brownie en el plato para limpiarla con una servilleta de papel. Es curioso, según por donde mires la cuchara puedes ver tu imagen invertida. Gírala, es tu rostro y ya no lo es. Tu rostro, un tiovivo de gestos secuencia a secuencia.

     Es el momento de ampliar el campo de visión para provocar más emociones en paralelo. La cafetería tiene tonos neutros y dos grandes cristaleras, es fresca y umbrosa. Todavía predomina el sopor de la tarde y en un rincón oscuro una pareja se besa. Es mejor establecer límites enumerables y evitar conjeturas. Entonces, vuelve a ti y mira el Brownie ya truncado para siempre, porque en ese momento, impunemente, inevitablemente, alguien también está mirando, esta vez es a ti. Déjate observar lo suficiente. Quizá sea el camarero, camisa negra, pantalón negro. Una sombra pensándote sin acertar nunca, antes diligente y ahora quebradizo como una silueta de cartón piedra. No es fácil tomarse un pastel con un mirón de fondo pero es emocionante ser algo o alguien frente a otro que no sabe nada, no entiende nada, que no presiente el peligro acechándole, expandiéndose como el perfume dulzón del chocolate y la adrenalina erizando mi piel. Y tú te ríes para adentro, entre sombras de una antigua película olvidada, ya lista para la caza.

    Levántate y paga antes de que todo sea irremediablemente cierto y no lo puedas contar jamás.

lunes, 7 de octubre de 2013

El cuento de nunca acabar



 Y escribió cuentos de princesas hermosas, de cabello largo y resistente como la soga, allá en  altas torres, piedra sobre piedra, sin puertas, sin entradas, a la eterna espera de un caballero sediento de sangre y honor, de los que empuñan espadas que en cada golpe relumbra al fuego... entonces,  todos complacidos dijeron: ¡Qué historias tan hermosas! ¡Sigue escribiendo!

Y escribió cuentos de mujeres solitarias, de ojos oscuros y espesos como la tierra, allá en extensas praderas, salvia sobre crisantemos, sin frutos, sin agua, jugando al escondite perverso frente a hombres de los que alzan las manos vacías de día como guadañas para el heno y de noche, acero tajando la luna... entonces, en voz baja dijeron: ¡Qué historias tan extrañas! ¡Mejor lo dejas!

Y ella decía a quien quisiera escuchar: ¡Pero si es lo mismo, es lo mismo...!

viernes, 20 de septiembre de 2013

Los árboles



Hay un limonero pequeñito dentro de un tronco de otro limonero. No sé cual de los dos crece más, tengo que cuidarlos. El grande busca la tierra, extiende raíces, florece, abre caminos hacia el cielo con sus hojas fuertes, verdes, olorosas. Da frutos en invierno y en verano su sombra me acoge. El pequeño  no sé de qué se alimenta, fino y glauco florece con sonrisas y da frutos por cada palabra hermosa que vibra en el aire. Es muy delicado, temo que me lo rompan, nadie lo ve y yo te lo he contado.