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viernes, 18 de octubre de 2013

Pastel de chocolate à la DeLillo.




      Lo más importante es el pastel y la mano que mueve la cuchara. Se puede empezar por un Brownie, tiene ese toque anglosajón pero no es una exquisitez, aparentemente.

     Pídelo en una cafetería algo chic, no importa el nombre; de las siempre cercanas a un museo donde la sobriedad construye volúmenes con el mobiliario y el contraste lo conforman camareros de uniforme. Cuando te lo pongan sobre la mesa, no lo mires, lo intuirás porque acudirán a ti múltiples recuerdos fosforescentes, todos muy lejanos e intercambiables  aunque imperecederos, la memoria es así: el olor de la costra crujiente producida por el torrado tan peculiar del horno doméstico y el aroma a harina tostada inundando cualquier rincón de la cocina, como en aquellos turbios domingos infantiles al caer la tarde en casa; o  aquellos ojos fugaces y avispados ante la provocación de dar un pellizquito a la masa aún caliente para probar la consistencia, un  gesto veloz y certero a escondidas, como un ritual  para evitar manotazos; o el sol reverberando en los muros del patio de recreo, rebotando como el ruido de los juegos mientras el chocolate del desayuno iba deshaciéndose en la punta de los dedos, mezclándose  con lo que  aún te quedaba de tiza en las uñas de la última clase, los restos de una batalla  ante la pizarra con las manos sin lavar. O el helado de vainilla acompañado del jolgorio de las tardes de pilla-pilla en la calle, la lengua refrescante y provocadora cuando los niños del barrio ya no eran, de pronto, los de antes y nos miraban como si nos acabaran de descubrir por primera vez. Cosas así. Es muy importante establecer esta reacción en cadena. Si no, no sabe igual.

       Ahora abre los ojos y obsérvalo detenidamente. Es cuando lo tienes que ver muy claro: sólo es un plato de porcelana barata, un oscuro trozo de pastel creado por el torpe descuido de un cocinero y un poco de helado de vainilla. Tú a punto de cumplir los cuarenta y el bizcocho un día o dos. Ahí estamos, los tres. El camarero también se ha dado cuenta. Ha venido a cambiarme la taza de café porque ante mi fijeza ha descubierto un desconchón en el reborde de la taza. Me ha dicho que es un profesional, está en todo. Eso cree él. Pero tú como ausente, preparada para saborearlo a conciencia, parte con la cucharilla una pequeña porción de bizcocho con un golpe seco y limpio y pronuncia su nombre lentamente y en voz baja, repítelo silabeando una y otra vez hasta que se conforme en tu boca. Piénsalo, así, calibrando su consistencia; sabes que de un momento a otro va a suceder pero puede que en realidad no suceda. Acerca la cuchara despacio, sólo para que te invada el deseo. En ella hay restos de unos labios anteriores a los tuyos, ya tan próximos a tocarse. Mejor abandonar el Brownie en el plato para limpiarla con una servilleta de papel. Es curioso, según por donde mires la cuchara puedes ver tu imagen invertida. Gírala, es tu rostro y ya no lo es. Tu rostro, un tiovivo de gestos secuencia a secuencia.

     Es el momento de ampliar el campo de visión para provocar más emociones en paralelo. La cafetería tiene tonos neutros y dos grandes cristaleras, es fresca y umbrosa. Todavía predomina el sopor de la tarde y en un rincón oscuro una pareja se besa. Es mejor establecer límites enumerables y evitar conjeturas. Entonces, vuelve a ti y mira el Brownie ya truncado para siempre, porque en ese momento, impunemente, inevitablemente, alguien también está mirando, esta vez es a ti. Déjate observar lo suficiente. Quizá sea el camarero, camisa negra, pantalón negro. Una sombra pensándote sin acertar nunca, antes diligente y ahora quebradizo como una silueta de cartón piedra. No es fácil tomarse un pastel con un mirón de fondo pero es emocionante ser algo o alguien frente a otro que no sabe nada, no entiende nada, que no presiente el peligro acechándole, expandiéndose como el perfume dulzón del chocolate y la adrenalina erizando mi piel. Y tú te ríes para adentro, entre sombras de una antigua película olvidada, ya lista para la caza.

    Levántate y paga antes de que todo sea irremediablemente cierto y no lo puedas contar jamás.

lunes, 7 de octubre de 2013

El cuento de nunca acabar



 Y escribió cuentos de princesas hermosas, de cabello largo y resistente como la soga, allá en  altas torres, piedra sobre piedra, sin puertas, sin entradas, a la eterna espera de un caballero sediento de sangre y honor, de los que empuñan espadas que en cada golpe relumbra al fuego... entonces,  todos complacidos dijeron: ¡Qué historias tan hermosas! ¡Sigue escribiendo!

Y escribió cuentos de mujeres solitarias, de ojos oscuros y espesos como la tierra, allá en extensas praderas, salvia sobre crisantemos, sin frutos, sin agua, jugando al escondite perverso frente a hombres de los que alzan las manos vacías de día como guadañas para el heno y de noche, acero tajando la luna... entonces, en voz baja dijeron: ¡Qué historias tan extrañas! ¡Mejor lo dejas!

Y ella decía a quien quisiera escuchar: ¡Pero si es lo mismo, es lo mismo...!