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martes, 15 de abril de 2014

EL PATIO DE MI CASA...


Me gusta  tener macetas en el patio. Mi madre dice que son una lata, hay que estar siempre quitando malas hierbas, regando, podando, abonando y evitando plagas. Yo le digo que ya está vieja y refunfuñona, que no me haga llegar tan pronto a su estado.  Cuando la humedad se nota en el ambiente y el suelo reluce mojado, surgen caracoles  a cientos. A  las niñas les encanta cogerlos y meterlos en una caja de zapatos, con el paso de los días y repasando siempre cada maceta a la vuelta del cole, agrupamos un buen montón, entonces los llevamos a la valla del Aquavelis; está cerca de casa, es una esquina donde la maleza  espesa ha inundado  un rincón abandonado, es allí donde  suponemos que  está el paraíso de los caracoles. Si alguno inicia el viaje en el sentido contrario y comienza a deambular por la acera, las niñas se preguntan por qué quiere aventurarse al peligro si tiene el paraíso ahí mismo. Yo les digo que los caracoles son lentos y un poco atolondrados, es  normal  que, con esos ojos en continuo titubeo,  entre el estiramiento y el encogimiento, sea imposible acertar a ver con claridad.
Encuentro un placer ancestral al tocar la tierra, no me importa notar la presión que ejerce la arenilla entre la uñas y la piel, es la consciencia del tacto, la dureza compacta del mineral lo que siento raspar el reborde de las uñas cuando remuevo con las manos antes de echar por estas fechas el mantillo en cada tiesto. Los tréboles son los más complicados de quitar, tienen raíces que se expanden como una tela de araña y su fuerza es la fragilidad, al mínimo tirón se parten y siguen creciendo por otro lado; allá  donde no he alcanzado a  roturar esa mezcla de humus, arcilla y tierra,  vuelven a crecer desafiantes.
Todos los años intento no dejarme llevar por la sorpresa, pero es inevitable, paso los meses de invierno observando los tallos desnudos, resecos al punto de quebrarse  y cuando  ya estoy convencida de que no soportaron el frío, el salitre y el viento, de repente, las ramas de la higuera, del gingko y del azofaifo comienzan   a echar yemas que al día siguiente son brotes y, al otro, hojas. Cuando quieres acordar  los geranios  estallan en flores y las petunias, florecientes todo el año, se vuelven tímidas ante tanta exuberancia. En esos días siempre dejo a mis compañeros del instituto plantados para volver a casa a toda prisa y encontrar mi sitio. Preparo un té, mezclo mantequilla con miel en una tostada   y me siento en el balancín. Soy capaz de estar casi una hora sin hacer nada, solo miro al compás de mi respiración  y, de vez en cuando, casi siempre a eso de la una, oigo al mirlo de  la araucaria del vecino canturrear como si me reconociese.
Me pregunto cómo puedo llevar tantas vidas a la vez, qué tiene que ver el sabor de una tostada con un patio de macetas en flor, con un instituto abarrotado de alumnos ausentes, con una hora en silencio  sentada en un balancín, con las letras impresas del último libro que me ronda la cabeza, con el frigorífico que huele a fruta fresca y carne en papel estraza si  provienen del mercado de abastos, con la última lavadora que  queda por tender, con los restos de  sudor húmedo que  en el cuarto  de arriba han quedado en mi cama y con el ordenador ronroneando en la habitación de al lado, ese intrincado gato de metal  que me busca   para conectarme... ¿al mundo?
Miro mis manos ahora en reposo y me asombra comprobar  la quietud que las invade a pesar  de las erosiones inevitables dibujando alguna que otra pequeña  herida en la piel.  ¿Quién empuja a quién: el cerebro inquieto  o el impulso ciego movido por los músculos del cuerpo cuando es la tierra  la que me llama?. Entonces, casi sin pensarlo,  suelto la taza  para hincar las manos en la tierra, remuevo con brusquedad la mejorana y compacto concienzudamente el  sustrato alrededor del viejo geranio de la abuela que huele a limón;  eso es lo que hago,  ahondar con las manos como si con esa acción pudiera llegar a las profundidades del pensamiento cuando el lenguaje era sólo música y la quietud no necesitaba de símbolos para cobrar significado.
El mirlo vuelve a silbar. Dos gorriones, un macho y una hembra, se acercan tímidamente. Me observan ladeando la cabeza, adelantándose y retrocediendo con pequeños saltos inquietos. Con este reconocimiento mutuo acabo de iniciar una vida más para enlazar con la única que tengo. Sacudo el pantalón con las manos, algunas migas caen al suelo. Hay demasiada luz. Últimamente noto los dedos más finos y extrañamente carnales, como si quisieran  acompañar  en el movimiento a la tierra, como el brotar de  los árboles y el color de las flores, o como si quisieran echar a volar para acompañar a los pájaros. Ahora que me fijo, no sé si las extrañas protuberancias  que tengo en los nudillos  pudieran ser  el resultado de un cambio  que bulle desde dentro ¿Y si fueran  el anuncio de una hilera de cálamos  o la promesa de  ramificaciones  de una raíz? . Nunca se sabe,  susurro esperanzada. Si existiera, pediría una  cita con el "neumatólogo".




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