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martes, 3 de marzo de 2015

And it makes me wonder



Yes, there are two paths you can go by,
but in the long run
there's still time to change the road you're on.
And it makes me wonder.
                                                                               Stairway to Heaven - Led Zeppelin



     Los rayos de sol se filtran por el cristal, antes se han distribuido por los minúsculos surcos que el limpiaparabrisas ha ido rayando con el paso de los años. La lluvia erosiona,  la luz lo hace visible y el ruido del motor sube o baja el tono según el leve movimiento del pie en el acelerador. La vista se centra en el horizonte, las montañas se suceden en tonos azules tirando a un gris parduzco, mientras, el olivar parece sacado de un recortable. Los gestos repetitivos se tornan una costumbre y el coche toma con suavidad las curvas  agrandando con su cercanía los quitamiedos. ¿A quién se le ocurriría esa palabra compuesta tan visceral para designar un objeto de metal galvanizado? Voy contando los que han sido reparados recientemente, se reconocen con facilidad porque conservan un  renovado brillo de  cuchillas.
      Hace calor en esta mañana de invierno, meto la quinta  y el coche avanza sobre un asfalto de espejismo. En ese momento en el que la carretera parece irreal y vamos como flotando sobre el brillo de la superficie, pienso en una frase de mi profesor de autoescuela: “Pasión y voluntad es lo que hay que tener para llevar bien un  vehículo”. Era un señor ya mayor, con ojos de tortuga y una barriga redonda capaz de deshilachar ojales  de una sola sentada; tantos años dando clases ante un parabrisas  junto a desconocidos  lo habían amoldado al asiento,y desde allí, como si estuviera muy lejos y nunca te fuera a tocar,  dirigía con órdenes tajantes pero sin levantar la voz. Parecía que en vez de ser un instructor fuera un señorito trasnochado,  me sentía su chófer, de hecho me comportaba  con la docilidad propia de un subordinado ante el miedo a convertir un  mínimo error en una catástrofe.  En  los semáforos, sin nada qué decir y oyendo  el motor a ralentí,  lo miraba por  el rabillo del ojo y me lo imaginaba de joven con pantalones acampanados, bajando de un seiscientos mientras se arreglaba el cuello vuelto con mirada de satisfacción. Se enfadaba mucho si se daba cuenta de que iba pensando en otras cosas pero a mí, tanta tensión con las manos agarrotadas al volante, tantas señales, ruidos, bujías, palancas y luces,  me hacían pensar que era un milagro que aquel conjunto de latas ensambladas me obedeciera y se dejara llevar; combustión interna me decía yo, eso se llama combustión interna.
     Me  reacomodo en el asiento, la memoria  no sólo archiva recuerdos  banales  sino que memoriza trayectos. A cien metros, a doscientos, dos kilómetros más allá… ¿Qué más da cuando una  línea recta se curva y el valor de la distancia  entre dos puntos carece de sentido?. Ahora viene una curva pronunciada, hay que reducir la velocidad y acelerar para salir de la misma. Yo, que siempre me he sentido segura noto la tensión en los hombros al oír la línea que delimita el paso al arcén raspando los neumáticos. Me estoy acercando demasiado. El ruido es un aviso de peligro. Ante el sonido áspero y bronco, como si fuera de baja frecuencia,  el miedo actúa y un movimiento brusco  a través de las manos se transmite al volante, es el instinto de protección sin consecuencias: nada sobreviene cuando se produce ese rozamiento pero no se puede estar divagando mientras se dirige un coche. Sonrío al contemplar la línea continua y pienso que por mirarla no retumba pero ahí está su rugosidad y  esa vibración amenazante  se mantiene en el aire  dilatándose en un zumbido dentro de mi cabeza.
   Él enciende la radio quizás para anular ese mismo sonido, va concentrado en la simultaneidad de mis gestos y la carretera.
        -Tengo que hacer un largo viaje- le digo.
       Los troncos de los olivos se suceden ordenadamente en hileras sobre una cuadrícula de tierra ocre. Óxido y verde invierno. Me mira  aparentado no mostrar un interés desproporcionado ante una frase tan ambigua.
          -¿Qué estás leyendo? – pregunta con suspicacia.
        La pregunta es tan breve que parece incompleta así que subo el volumen de la radio sin responder, suenan los primeros acordes de Stairway to Heaven; a veces un gesto puede evitar un interrogatorio, pero él insiste:
          -¿De viaje, a dónde?
        – No lo sé, no hay mapas, en la noche buscaré ojos de gato, biondas, reflectantes, temo perderme, cualquier señal puede servir.
          Guarda silencio pero  en su respiración acompasada y en esa pequeña tos seca final oigo una partitura para instrumentos de percusión que me lo transmiten  todo. Aunque, después de tantos años sigo preguntándome qué pensará verdaderamente. ¿En qué momento se tiene la certeza de penetrar en los pensamientos del otro?. El cuerpo no da concesiones al alma. Busco a ciegas tranquilizarlo y le comento a media voz:
          -¿Quieres saber qué caminos recorreré?
           – No, sólo vuelve. No iré a buscarte.
          – Lo sé. Ya me encontraste una vez en el arcén, cerca de un cruce de caminos, apoyando la cabeza en un quitamiedos como quien no quiere la cosa.
Se ríe abiertamente para contestar:
          – Bueno, no te conocía. Nadie te conoce- susurra mientras me mira con ternura y acerca muy despacio su mano a mi muslo.
          -Yo tampoco- pienso  arrastrando las palabras a la vez que esquivo un bache en el asfalto- yo tampoco.
        A lo lejos, la luz es tan sólida marcando la carretera que parece romper las leyes de la física para hacerla infinita y ante nuestro asombro, por el carril de la  izquierda, un viejo seiscientos color crema nos adelanta a toda velocidad.