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viernes, 14 de julio de 2017

LITOST


Blanco, un poco de gris, blanco, máculas que se mueven al compás, espirales negras en un baile de pupilas, blanco. Imagino, porque estoy tumbada y nos las puedo ver,  las ruedas de la camilla deslizándose, linóleo, desinfectante, blanco los zuecos del hombre que la empuja en silencio.  Frío, no tengo miedo pero debo de tenerlo, la mandíbula apretada me delata. No es el frío, no. Es el blanco. Sonrío, blancos los dientes, blancos  deben ser mis huesos del cráneo antes de trepanar. Es una operación sencilla. El pasillo es un túnel de luz. Por lo visto, antes de morir avanzas de forma extracorpórea  por un túnel oscuro hacia una  luz agradable. Aquí es al revés. Estoy en mi cuerpo y no hay nada, ni en las paredes, ni en el techo, ni en el edificio al completo que me hagan partícipe de una identidad. No tengo ninguna experiencia disociativa. Todo es blanco.  Debo  memorizar cada instante por si dejo de ser yo.  Memorizar es adictivo, ensancha el ser.  Recodar puede ser una trampa o una red que salve tu vida del peligro de la caída libre.

Hubo una vez que yo fui una niña, esa misma que jugaba con una perrita en una casa de campo y la misma que conoció a Julien al que ahora quiero recordar. Yo tenía nueve años, mi hermana diez y el primo siete. Nunca la llamábamos  abuela o Rosalina,  la llamábamos Memé y a  la hora de la merienda cualquiera podía aparecer por su granja. De todas las visitas que recibía la abuela, la que más nos gustaba era la de Julien.
Para nosotros, Julien era un  mago y esa característica nos hacía olvidar su horrible joroba, o sus pies y manos gigantes unidas a ese torso descuadrado  como si estuviese partido en dos por un espejo roto. ¡Ah mis corazoncitos! exclamaba nada más vernos mientras alargaba la mano disimuladamente y, de entre sus dedos deformes, surgía como por arte de magia un Godiva o un Leónidas coquetamente empaquetado.
Poco sabíamos de Julien, mi abuela siempre  nos contaba de él  que, cuando volvió de lo que todos sus amigos llamaban el Infierno, su mujer se había largado con otro. Después supimos que el Infierno se llamaba  Auschwitz. La abuela, no sin desprecio, nos contaba que para su mujer fue fácil pensar que lo habían matado en el Campo y no lo esperó.
-¿Qué campo? -preguntábamos nosotras con la boca apretada tratando tal vez de ocultar los restos de chocolate en la comisura de los labios mientras nuestros ojos se perdían en el horizonte  cubierto de viñedos.
-Yo no puedo hablar de las historias de su vida, puedo hablar de las mías.  Los campos de refugiados eran diferentes, nos esperaban al cruzar los Pirineos, huíamos de la guerra, de la miseria, de Franco, del hambre…
Decía que cuando cruzó la frontera a ella la mandaron a uno exclusivo para mujeres, cerca del mar para que viera el agua y no pudiera bañarse. Decía que, del aburrimiento tan grande y allí hacinadas como perras, hacían carreras de piojos. Esto nos lo recordaba cuando nosotras, ajenas a las visitas, tratábamos de bañar a Jolie, nuestra perrita que nada más llegar a la granja  se llenaba de parásitos. Usábamos enormes  calderos de zinc que durante todo el año se guardaban en el granero. Los mismos que se habían usado cuando nosotras éramos pequeñas. Uno para enjabonar y otro para aclarar. Sujetábamos con fuerza la perra aunque en seguida la soltábamos chillando al ver acumularse las pulgas en la cabeza del animal, como si el cráneo en el agua fuera un barco a punto de hundirse.  A mi perra le encantaba el agua pero nada más oír el chasquido del grifo y el agua bombeando por la manguera para acabar golpeando el metal de los barreños se ponía a temblar y nos miraba con ojos  como la gelatina si tratábamos de hundirle la cabeza. Algunas pulgas daban unos saltos increíbles y se tiraban desde el hocico  a modo de trampolín. Era entrar en otro mundo minúsculo, imprevisible, hipnótico, lleno de vida efervescente entre pompas de jabón.
-Eso no es nada -chillaba la abuela-, las uñas negras se me ponían a mí de rascarme la cabeza  en el campo de refugiados. ¿Y sabéis qué? las señoritas finas como vosotras eran las primeras que se morían de hambre. Les daba asco el pan negro, nuestras risas, la suciedad, así que no duraban ni un mes. Allí no había nadie que les limpiara la mierda.
Y se reía.
Si había visita para almorzar, desde muy temprano la cocina se llenaba de voces. Lo primero, un aperitivo.  Whisky.
-Niña, saca la botella del Pichón -decía la Memé.
- ¿Qué Pichón? -le contestaba yo mirando incrédula la imagen de la etiqueta- Es un pavo.
- ¿Un pavo? -pues parece un faisán.
Después de los cacahuetes venía la política aunque  para hablar de la amenazante extrema derecha, del soldado caído inútilmente y de los Campos había que llegar a lo postres. Con el alcohol en la sangre y la memoria despierta, la abuela volvía a la carga: Las guerras nunca mueren sólo duermen, el odio es el odio y ataca a los fuertes y a los débiles. Entonces era cuando me miraba con sus ojos azules y certeros: ¿Tú eres débil?  los niños de hoy en día sois unos blandengues, no sabéis lo que es el dolor, ni el hambre, no sabéis lo que es vivir.
Yo trataba de mantenerle la mirada y cuando no podía más me levantaba e iba a refugiarme detrás de Julien.  Frases así solo las decía mi abuela cuando él estaba. A pesar de todos los platos que habían circulado sobre la mesa, en mi cerebro permanecía el sabor del chocolate y el lazo dorado del paquete que nos había regalado a primera hora de la mañana. Entonces él intervenía alzando sus enormes manos: Vamos déjalo ya. Le susurraba a mi abuela. Y tú, tómate un helado con tu hermana y marchad a jugar al jardín. Su mirada triste y cómplice nos empujaba suavemente fuera del alcance de mi abuela confirmando su magia.  Ella, con deliberada energía, limpiaba los platos de sobras y gritaba que se las echáramos a los perros.

   Otras veces era Julien el que nos invitaba a comer a su casa. Ir  a visitarlo era como ir a una fiesta. Tres niños de vacaciones y nos dejaba toquetear todo. Julien vivía en un petit-chateau sin escaleras. Ni el impresionante salón de suaves alfombras ni los más diversos objetos de la vitrinas podían competir con lo toldos mecánicos o las persianas que subían y bajaban una y otra vez si dábamos con el mando a distancia. Con nuestra edad jamás habíamos visto los adelantos de la domótica en un caserón de un pueblecito perdido entre las colinas del Lot. Julien sonreía y mostraba con satisfacción su nuevo coche, un Renault 5 del 78 con cambio de marchas automáticas al que le había tenido que añadir varios cojines y unas asideras especiales para salir o entrar no sin dificultad mientras le sujetábamos la puerta.
Del jardín a la casa y de la casa al bosque, éramos libres de jugar con  los perros o de recoger zarzamoras en la linde.  Una cosa era la casa, los suelos de parqué y sus alfombras y otra los jardines sin el ojo vigilante de los mayores. En los espacios abiertos la guerra estaba asegurada. Dos bandos: por un lado,  el único varón heredero del apellido en suelo galo, el fruto de la libertad, de la igualdad y la fraternidad y, las hermanas procedentes de la tierra yerma y franquista, por otro.  No hablar francés era ya un motivo de burla. Putain!, Non de Dieu! chillaba mi primo como si disparase balas a cada frase. Para que empezara la guerra bastaba con que desaparecieran las estructuras de un idioma. Solo con ver sus gestos obscenos era suficiente. Lo odiábamos, odiabamos a mi primo Batistú, ese mierdecilla chillón de siete años, y odiábamos sus incansables ganas  de pelear. Un día, casi le abrimos la cabeza con una  granada de mano. Eran de la Primera Guerra. La abuela las rellenaba de agua y las colgaba de adorno en los radiadores para así evitar la sequedad del ambiente con la calefacción en invierno. De color grafito y como la piel de un cocodrilo brillante, aquel día estaban a mano a falta de piedras. Lo único que conseguimos fue un cristal roto en la cocina y  un  chichón  en la frente de mi primo tan apepinado como los que salían en los dibujitos de Tom y Jerry.  A la Memé el cristal roto le  dio igual pero  nunca nos  perdonó que abollásemos a su nieto del alma.
-¿Quién ha sido?- chillaba recorriendo la casa fuera de sí- ¿Cuál de las dos es la serpiente rastrera que vive bajo mi techo?
-¡Cobardes, meonas, dónde estáis, salid ahora mismo!. Mañana os levantaré a las seis para recoger judías y os deslomaré sin tener que  poneros ni un dedo encima.
Mi hermana y yo nos escondíamos en el granero y, aunque nos quedábamos sin cenar, preferíamos pasar las horas entre baúles,  o entre  extraños objetos para la matanza  y los embudos para cebar  las ocas. A través de los intersticios de las  maderas la escuchábamos con claridad  ir del salón a la cocina gritando que nos iba a moler a palos. Yo, como la había visto tantas veces  matar los conejos de un solo golpe  en la nuca con una maza de madera, temblaba de miedo y lloraba suavemente para que no nos descubriera.  Mi hermana  siempre  me abrazaba y decía para consolarme: No llores más, cuando seas mayor ya le pegarás tú a ella.
En cambio, en la  casa de Julien tratábamos de mantener la compostura. ¿Cómo podría borrarse de la memoria la respiración del péndulo en el salón?
Son las tres de la tarde. Lo niños seguimos sin comprender tanta frase, tantas palabras en las bocas de los mayores. No se cansan de masticar, hablar y beber. Las risas, los labios gruesos por el calor, la vajilla reluciente o el bouquet en la mezcla de uva Syrah con Merlot. Incomprensible ese ajetreo cuando es mucho más interesante  levantarle los carrillos babosos al perro de caza para ver de cerca los colmillos. Spock está también cansado y mueve ligeramente la cola,  está deseando como nosotros salir  corriendo al jardín. Su dueño no ha dado la orden. Nosotras ya hemos recogido la mesa y hemos tomado al menos dos bombones. El tercero ha sido bloqueado por la mirada penetrante de mi padre. Así que no queda más que suplicar que nos dejen levantarnos con la excusa de dar una vuelta para jugar con Spock. Mi madre asiente aliviada al no tener que estar evitando a cada momento nuestros codos sobre la mesa; bastante ha tenido que soportar con los mohínes porque  el entrante era una bandeja de corazones de pato confitados.  El primo ha encontrado un triciclo. Bordeando la casa hay una pequeña acera de cemento y losas de color caramelo. Un brillo en los ojos desafiante  y ya está pedaleando en ese circuito imaginario.  Ha dicho que le toca a él jugar porque lo ha encontrado primero. Nosotras miramos y asentimos en silencio. Es un juguete demasiado pequeño, tendríamos que llevar las rodillas tan encogidas que nos chocarían con  la barbilla y  además un triciclo sería ridículo con  nuestros nueve y diez años. Nos miramos con aire de suficiencia pensando que esa es la gran diferencia entre el primo y nosotras, así que decidimos seguir  inspeccionando la casa aprovechando que en el salón los mayores siguen con sus charlas imprecisas y el humo de los cigarros casi los oculta en una bruma. Los rayos de sol atraviesan  la ventana y se pueden tocar. Hay un momento en que sólo el péndulo se escucha rítmico  y amortiguado por la madera. Mi hermana ha encontrado unos pequeños soldados en miniatura con diferentes uniformes y se ha quedado en el salón junto a la repisa.
Avanzo hacia la cocina, la tarde es apacible, a lo lejos las voces del salón se confunden con las chicharras y el centrifugado de una lavadora. Allí hay dos puertas de metal. Una de ellas es el cuarto de plancha, la puerta está entreabierta. La otra, siempre está cerrada. Pero esta vez un pequeño avión dorado a modo de llavero pende de la cerradura con la llave puesta. El vértigo me agarrota los dedos cuando veo que el picaporte gira. Es un cuarto sin ventanas, busco a tientas un interruptor,  la luz parpadea dejando secuencias extrañas en la retina: un camastro con manchas oscuras, una escupidera con tapadera,  un bidón de agua, apiladas en el suelo latas de conservas de sardinas, arenques, salsa de tomate, topinambur, judías... Sobre una balda de metal, a un metro del suelo, paquetes de  azúcar. Hay una mezcla extraña de olores como a fresquera de casa antigua. En una esquina sobre un palé, se amontonan  piezas cúbicas con  unas letras en relieve para formar una mastaba. Araño un poco la superficie de una de ellas y saltan las esquirlas de un jabón duro como una piedra. Predomina el olor a sudor estancado sobre el perfume dulzón de la limpieza. Si es una despensa, ¿por qué hay una pared entera con estanterías repletas de libros? KZ figura  en casi todos los  tejuelos en mayúscula. Todos ellos  repletos de imágenes. KZ, SA, SS, Höss. En uno de ellos veo la fotografía de un hombre con una numeración en el pecho. Era difícil que se la dejase ver y menos aún tocar pero me viene a la memoria un tatuaje similar en el antebrazo de Julien. Entonces comprendo que ese lugar es íntimo y secreto, y que Julien está vivo en esas páginas y en su manoseo. Sobre una silla de enea, cerca del colchón hay un libro. Los cantos están desgastados y   muchas de las esquinas permanecen dobladas a modo de señal. Una  de las páginas está profundamente marcada, en ella hay una fotografía tan extraña que soy incapaz de entenderla. Está en blanco y negro.  No contiene ninguna imagen central, ni tampoco un primer plano, es un extraño puzzle de formas blandas. En lo que parecen  trozos de algodón deshilachados  imagino torsos, manos, cabezas, hasta creo ver hileras de costillas como teclas de piano. Creo ver miles y miles de zapatos formando una montaña y en otra página muchas patas de araña sin entender que en realidad son gafas. Cierro precipitadamente el libro pero ya es demasiado tarde, lo he visto todo.
Dicen que existe un llanto más allá del sabor salado. Fue mi padre quien me encontró absorta, tratando de buscar el significado de aquellas fotos. No me había dado cuenta de que la alegre cháchara de los mayores se había detenido y que solo se escuchaba chichar a mi primo. Levanté la cabeza muy despacio y allí estaba papá, tan rígido que creí que se iba a partir en dos cuando  implacable dejó caer sobre mí la mano abierta. No lloré, ni sentí dolor. Atravesamos, él a paso firme y yo a rastras, el salón ya vacío donde aún quedaban remolinos de humo como si se acabase de finalizar un truco de magia. Afuera, mi primo había tratado de atravesar jardín a toda velocidad con el triciclo cayendo sobre un enorme cactus. La Memé pedía ayuda mientras trataba de arrancar largas púas que atravesaban el pantalón de Batistú. Julien apareció más tarde, muy serio, muy blanco; en la mano no llevaba el botiquín, sino la llave del avión dorado. Se acercó muy despacio, aún me escocía el cachete y temí que ocurriera algo peor, sin embargo, Julien  puso delicadamente su mano en mi hombro mientras observábamos la escena. Para controlar el temblor que por momentos se apoderaba más y más de todo mi cuerpo,  traté de pensar en el péndulo del viejo reloj del salón que viajaba de un lado a otro encerrado en una caja de resonancia. Como si de un amuleto se tratase, buscaba calmarme imaginando su madera tostada por el tiempo y aquella cálida vibración que pudiera aquietar en mí las preguntas y visiones que me asaltaban una y otra vez. Imaginé que paraba  el péndulo, que retrasaba  la llegada de la tarde, y no pudiendo  detener el tiempo, rompí a llorar. Había descubierto en qué lo habían convertido y él también  lo sabía.  
Mi primo gritaba y pataleaba mientras la Memé le sujetaba casi en volandas pues temía que se tirase al suelo con las nalgas repletas de púas.  A pesar de mis esfuerzos por no cruzarme con su mirada  sucedió lo inevitable y su frase atravesó el jardín como un relámpago:
-¡Esta niña definitivamente es tonta! Su primo se cae y ella llora. ¡Pero si a ti no te ha pasado nada!
Me zafé del brazo de Julien y eché a correr hacia la casa.
-¡Ven aquí, cobarde, ni que hubieras visto un monstruo!- gritaba  mi abuela.
Aún pude escuchar cómo se dirigía voces a mi padre:
- Mira lo que has hecho con la niña, ¿es esa la educación  que le das en España? Y para colmo va Julien a consolarla y huye. ¡Qué vergüenza!
Podría decir que volví y me dejé abrazar pero ese hecho nunca sucedió. Años después la abuela añadiría a su repertorio que Julien murió solo y que ni sus hijos fueron al entierro. A la Memé nunca le pregunté de dónde habían salido de la noche a la mañana esa montaña de pastillas de jabón de Marsella    amontonadas en la cava, junto a las garrafas de aceite de oliva que papá le traía cada verano y que ella acumulaba con desprecio a pesar de que siempre se negó a utilizarlas como si fueran un tesoro.

Blanco, un poco de gris, blanco, máculas que se mueven al compás, espirales negras en un baile de pupilas, blanco. Todo es blanco. Alguna vez he querido creer  que  la vida es como un continuo donde el espacio y el tiempo son una tela blanca y mágica que lo envuelve  todo y todo lo arruga. Puede parecer extraño, sin embargo aquí estoy para empezar a tirar del hilo de los recuerdos antes de que una tela blanca cubra para siempre mi cuerpo.  
Relato ganador en el XXX CERTAMEN LITERARIO JOAQUÍN LOBATO
Vélez-Málaga, julio de 2017